Masacre de las Bananeras_Fragmento Cien Años de Soledad
La masacre de las bananeras (fragmento de cien años de soledad)
José Arcadio Segundo estaba entre la muchedumbre que se concentró en la estación desde la mañana del viernes. Había participado en una reunión de los dirigentes sindicales y había sido comisionado junto con el coronel Gavilán para confundirse con la multitud y orientarla según las circunstancias. No se sentía bien, y amasaba una pasta salitrosa en el paladar, desde que advirtió que el ejército había emplazado nidos de ametralladoras alrededor de la plazoleta, y que la ciudad alambrada de la compañía bananera estaba protegida con piezas de artillería. Hacia las doce, esperando un tren que no llegaba, más de tres mil personas, entre trabajadores, mujeres y niños, habían desbordado el espacio descubierto frente a la estación y se apretujaban en las calles adyacentes que el ejército cerró con filas de ametralladoras. Aquello parecía entonces, más que una recepción, una feria jubilosa. Habían trasladado los puestos de fritangas y las tiendas de bebidas de Calle de los Turcos, y la gente soportaba con muy buen ánimo el fastidio de la espera y el sol abrasante. Un poco antes de las tres corrió el rumor de que el tren oficial no llegaría hasta el día siguiente. La muchedumbre cansada exhaló un suspiro de desaliento. Un teniente del ejército se subió entonces en el techo de la estación, donde había cuatro nidos de ametralladoras enfiladas hacia la multitud, y se dio un toque de silencio. Al lado de José Arcadio Segundo estaba una mujer descalza, muy gorda, con dos niños de unos cuatro y siete años. Cargó al menor, y le pidió a José Arcadio Segundo, sin conocerlo, que levantara al otro para que oyera mejor lo que iban a decir. José Arcadio Segundo se acaballo al niño en la nuca. Muchos años después, ese niño había de seguir contando, sin que nadie se lo creyera, que había visto al teniente leyendo con una bocina de gramófono el Decreto Número 4 del Jefe Civil y Militar de la provincia. Estaba firmado por el general Carlos Cortes Vargas, y por su secretario, el mayor Enrique García Isaza, y en tres artículos de ochenta palabras declaraba a los huelguistas cuadrilla de malhechores y facultaba al ejército para matarlos a bala.
Leído el decreto, en medio de una
ensordecedora rechifla de protesta, un capitán sustituyó al teniente en el
techo de la estación, y con la bocina de gramófono hizo señas de que quería
hablar. La muchedumbre volvió a guardar el silencio.
Señoras y señores - dijo el capitán
con una voz baja, lenta, un poco cansada - , tienen cinco minutos para
retirarse.
La rechifla y los gritos redoblados
ahogaron el toque de clarín que anunció el principio del plazo. Nadie se movió.
Han pasado cinco minutos - dijo el
capitán en el mismo tono -. Un minuto más y se hará fuego.
José Arcadio Segundo, sudando hielo,
se bajó al niño de los hombros y se lo entregó a la mujer. "Estos cabrones
son capaces de disparar", murmuró ella. José Arcadio Segundo no tuvo
tiempo de hablar, porque al instante reconoció la voz ronca del coronel Gavilán
haciéndoles eco con un grito a las palabras de la mujer. Embriagado por la
tensión, por la maravillosa profundidad del silencio y, además, convencido de
que nada haría mover a aquella muchedumbre pasmada por la fascinación de la
muerte, José Arcadio Segundo se empinó por encima de las cabezas que tenía
enfrente, y por primera vez en su vida levantó la voz.
¡Cabrones! - gritó -. Les regalamos
el minuto que falta.
Al final de su grito ocurrió algo que
no le produjo espanto, sino una especie de alucinación. El capitán dio la orden
de fuego y catorce nidos de ametralladoras le respondieron en el acto. Pero
todo parecía una farsa. Era como si las ametralladoras hubieran estado cargadas
con engañifas de pirotecnia, porque se escuchaba su anhelante tableteo, y se
veían sus escupitajos incandescentes, pero no se percibía la más leve reacción,
ni una voz, ni siquiera un suspiro, entre la muchedumbre compacta que parecía
petrificada por una invulnerabilidad instantánea. De pronto, a un lado de la
estación, un grito de muerte desgarró el encantamiento: "Aaaay, mi
madre." Una fuerza sísmica, un aliento volcánico, un rugido de cataclismo
estallaron en el centro de la muchedumbre con una descomunal potencia expansiva.
José Arcadio Segundo apenas tuvo tiempo de levantar al niño, mientras la madre
con el otro era absorbida por la muchedumbre centrifugada por el pánico.
Muchos años después, el niño había de
contar todavía, a pesar de que los vecinos seguían creyéndolo un viejo
chiflado, que José Arcadio Segundo lo levantó por encima de su cabeza, y se
dejó arrastrar, casi en el aire, como flotando en el terror de la muchedumbre,
hacia una calle adyacente. La posición privilegiada del niño le permitió ver
que en ese momento la masa desbocada empezaba a llegar a la esquina y la fila
de ametralladoras abrió fuego. Varias voces gritaron al mismo tiempo:
- ¡Tírense al suelo! ¡Tírense al
suelo!
Ya los de las primeras líneas lo
habían hecho, barridos por las ráfagas de metralla.
Los sobrevivientes, en vez de tirarse
al suelo, trataron de volver a la plazoleta, y el pánico dio entonces un
coletazo de dragón, y los mandó en una oleada compacta contra la otra oleada
que se movía en sentido contrario, despedida por el otro coletazo de dragón de
la calle opuesta, donde también las ametralladoras disparaban sin tregua.
Estaban acorralados, girando en un torbellino gigantesco que poco a poco se
reducía a su epicentro porque sus bordes iban siendo sistemáticamente
recortados en redondo, como pelando una cebolla, por las tijeras insaciables y
metódicas de la metralla. El niño vio a una mujer arrodillada, con los brazos
en cruz, en un espacio limpio, misteriosamente vedado a la estampida. Allí lo
puso José Arcadio Segundo, en el instante de derrumbarse con la cara bañada en
sangre, antes de que el tropel colosal arrasara con el espacio vacío, con la
mujer arrodillada, con la luz del alto cielo de sequía, y con el puto mundo
donde Úrsula Iguarán había vendido tantos animalitos de caramelo.
Cuando José Arcadio Segundo despertó
estaba bocarriba en las tinieblas. Se dio cuenta de que iba en un tren
interminable y silencioso, y de que tenía el cabello apelmazado por la sangre
seca y le dolían todos los huesos. Sintió un sueño insoportable. Dispuesto a
dormir muchas horas, a salvo del terror y el horror, se acomodó del lado que
menos le dolía, y sólo entonces descubrió que estaba acostado sobre los
muertos. No había un espacio libre en el vagón, salvo el corredor central.
Debían de haber pasado varias horas después de la masacre, porque los cadáveres
tenían la misma temperatura del yeso en otoño, y su misma consistencia de
espuma petrificada, y quienes los habían puesto en el vagón tuvieron tiempo de
arrumarlos en el orden y el sentido en que se transportaban los racimos de
banano. Tratando de fugarse de la pesadilla, José Arcadio Segundo se arrastró
de un vagón a otro, en la dirección en que avanzaba el tren, y en los
relámpagos que estallan por entre los listones de madera al pasar por los pueblos
dormidos veía los muertos hombres, los muertos mujeres, los muertos niños, que
iban a ser arrojados al mar como el banano de rechazo. Solamente reconoció a
una mujer que vendía refrescos en la plaza y al coronel Gavilán, que todavía
llevaba enrollado en la mano el cinturón con la hebilla de plata moreliana con
que trató de abrirse camino a través del pánico. Cuando llegó al primer vagón
dio un salto en la oscuridad, y se quedó tendido en la zanja hasta que el tren
acabó de pasar. Era el más largo que había visto nunca, con casi doscientos
vagones de carga, y una locomotora en cada extremo y una tercera en el centro.
No llevaba ninguna luz, ni siquiera las rojas y verdes lámparas de posición, y
se deslizaba a una velocidad nocturna y sigilosa. Encima de los vagones se
veían los bultos oscuros de los soldados con las ametralladoras emplazadas.
Después de medianoche se precipitó un
aguacero torrencial. José Arcadio Segundo ignoraba dónde había saltado, pero
sabía que caminando en sentido contrario al del tren llegaría a Macondo. Al
cabo de más de tres horas de marcha, empapado hasta los huesos, con un dolor de
cabeza terrible, divisó las primeras casas a la luz del amanecer. Atraído por
el olor del café, entró en una cocina donde una mujer con un niño en brazos estaba
inclinada sobre el fogón.
- Buenos - dijo exhausto -. Soy José
Arcadio Segundo Buendía.
Pronunció el nombre completo, letra
por letra, para convencerse de que estaba vivo.
Hizo bien, porque la mujer había
pensado que era una aparición al ver en la puerta la figura escuálida, sombría,
con la cabeza y la ropa sucias de sangre, y tocada por la solemnidad de la
muerte. Lo conocía. Llevó una manta para que se arropara mientras se secaba la
ropa en el fogón, le calentó agua para que se lavara la herida que era sólo un
desgarramiento de la piel, y le dio un paño limpio para que se vendara la
cabeza. Luego le sirvió un pocillo de café, sin azúcar, como le habían dicho
que lo tomaban los Buendía, y abrió la ropa cerca del fuego.
José Arcadio Segundo no habló mientras
no terminó de tomar el café.
- Debían ser como tres mil - murmuró.
- ¿Qué?
- Los muertos - aclaró él-. Debían
ser todos los que estaban en la estación.
La mujer lo midió con una mirada de
lástima. "Aquí no ha habido muertos - dijo -.
Desde los tiempos de tu tío, el
coronel no ha pasado nada en Macondo." En tres cocinas donde se detuvo
José Arcadio Segundo antes de llegar a la casa le dijeron lo mismo: "No
hubo muertos." Pasó por la plazoleta de la estación, y vio las mesas de
fritangas amontonadas una encima de otra, y tampoco allí encontró rastro alguno
de la masacre. Las calles estaban desiertas bajo la lluvia tenaz y las casas
cerradas, sin vestigios de vida interior. La única noticia humana era el primer
toque para misa.
(Cien Años de Soledad) Gabriel García Márquez
Realizado por:
Diana Carolina
Torres Cepeda
Edgar Mauricio
Jaimes Villamil
Guillermo Enrique
Ramos
Róbinson Damián
Chaparro Gaitán
William Nemecio
Buitrago Bautista
Willy Eduardo
Rengifo Trujillo
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